¡Qué desilusión!
Nueva edición de este respetable festival, con motivo de las fiestas municipales de Azuqueca de Henares. Un mixto cartel en el que se sintetiza el contraste generacional, homogeneizado por una respuesta de un público siempre fiel a la rememoración de sus experiencias vitales, abanderados en la veneración de sus ídolos y el respetuoso acogimiento de las nuevas olas y entendederas del sentimiento contracultural rockero-metalero. Un crisol intergeneracional anunciaba un tremebundo éxito de asistencia y seguimiento por parte de una ciudad tan dada al ambiente y la filosofía del rock. No obstante, un insatisfactorio devenir del funcionamiento de la organización dio pie a que los inauguradores de la velada, los locales estandartes Stillnes, no gozasen de todo el apoyo público que se merecen, debido a un desajuste en los tiempos y la exactitud informativa del evento. Así las cosas, frente a un público que triplicaría la asistencia con la llegada del turno de los artistas jurásicos, estos thrash-metaleros subían a la palestra para calentar el ambiente con toneladas de decibelios, rabia y velocidad. La intro en vientos que daba el pistoletazo de salida, nos hacía prever que la descarga de estos azudenses iba a estar marcada por el repaso, casi íntegro, de su último trabajo, «Sin Destino». Y, como no podía ser de otra manera, los frenéticos riffs de la homónima canción, “Sin Destino”, daban la bienvenida a los allí presentes sin piedad ni cautela alguna. Ciertos matices de ajustes técnicos impidieron un arranque apoteósico, como puede preverse de la intencionada arrancada con dicho corte, mas, no obstante, ¿quién no sufre los típicos reajustes de sonido al ser los primeros en abrir un concierto en sala o un festival al aire libre? La consecuencia es la misma: el perjuicio de dar la sensación de que, sea cual sea el telonero, “lo bueno está por llegar”. Y pese a que costase nada más y nada menos que tres descargas para que el equipo técnico pudiese hacer que todo fuese sobre ruedas, no desmereceremos jamás, la entrega y la progresiva solidez que esta joven banda va adquiriendo sobre el escenario. Con “Obsesivo”, además de mantener la línea veloz y contundente de sus acuchillantes acordes, sirvieron para corroborar la inquebrantable solidez de la dupla de seis cuerdas: Víctor Márquez y Jesús San José se complementan a la perfección, alternándose los momentos de protagonismo y capitaneo. Con la tercera pieza, llegaba el turno, también, de demostrar que Quique Napalm cada día se siente más inmerso y comprometido con la tarea de ejercer de frontman carismático, invitándonos al berreo y la descarga adrenalínica con el anuncio de “Mátalos a Todos”, único corte de su anterior LP, «Prisión del Miedo». Eso sí, todo sea dicho, aún quedan matices que trabajar a fondo, pues a poco se quedó cerca de perder la voz en estas primeras canciones. Tras esa retrospectiva, llegaba más contundente aún el sabor vintage, puesto que Quique anunciaba la llegada de la versión “Pesadilla Nuclear”, de los salta-trampolines y contamina-islas, Obús, momento para el cual, las reverencias debieran ser dirigidas a la bestia de la caja rítmica, Bastián Rozas, que, pese a llevar tres temas demostrando sus virtudes en el enriquecimiento de los breaks y el regusto por el juego intenso y remarcado de los platos, en este corte, su imparable doble pedal comenzaba a hacer que nuestras tripas bailasen a ritmo de percusión.
Llegaba el turno de comprobar por qué Víctor había dejado reposar una guitarra clásica en el soporte. Los que les conocen, podían intuir que se avecinaba la ocasión de interpretar los pasajes de uno de sus cortes más progresivos, densos y enriquecidos de su repertorio. “Divino Infierno” hizo las delicias de aquellos que se deleitan en la fusión sonora del flamenco, que, vayamos donde vayamos, parece que un duende alimente el gusto folcrórico de todo español. “Eyaculación Precoz”, anunciaba el turno de la ironía. Su corte más longevo, complejo de desgranar, lleno de altibajos progresivos, de punteos indescifrables y una lírica tan compleja que sólo podría estar a la altura de la incomprensible filosofía de Kant. Tras este estrambótico y bizarro temazo, prendía el inconfundible redoble que daba paso a “Guerra Pacífica”, el cual, tras su frenético ritmo y su pegadizo estribillo -que incluso llega a rememorar una lacónica e hilarante sentencia de nuestra cultura popular-, rebajaba las dosis de rabia y esquizofrenia para dar paso a su corte instrumental, lleno de progresión, bellos matices y armonías de guitarra con el fragmento de “Esperanza”. Se marchaban, sin opción a bises ni mucho menos (ya siendo ello palpable en la necesidad de acortar su penúltimo tema), con “Veneno y Gas”, otro corte de matices progresivos, con un crescendo inicial que taladra la cabeza del más cauto, aderezado con esos legendarios coros punkarras y esos interludios rellenados por los deleitosos recursos técnicos de los dos hachas de las seis cuerdas. En resumen, una banda que tiene bien claras sus señas de identidad y que, concierto tras concierto, van solventando sus carencias con mayores muestras de autoridad y seguridad sobre las tablas.
Pero, tras ellos, vino la decepción del que escribe. Seguramente a causa de la falta de experiencia con este tipo de eventos, pues mis quehaceres y preferencias -sobre todo- han estado siempre en la convicción de apoyar a las bandas que necesitan ser reseñadas y no en continuar sacando brillo a la felativa idolatría mediática a los ídolos y dinosaurios de, lo que muchos jóvenes y mayores aún consideramos, un movimiento artístico y filosófico. Quizá sólo mi idiotez consuele y me dé a mí mismo por iluminao, pero me llevé una somera hostia en mis fauces al comprobar que los medios -que dicho sea de paso, mi presencia representaba toda la atención concreta de la prensa musical, puesto que los únicos medios locales llegaron tarde y no como baluartes del quehacer concreto de esta dedicación-, sólo teníamos el permiso de mantenernos en el foso reservado a la prensa durante las tres primeras canciones de los dos espectáculos -y aquí lo digo con toda la crítica al farandulismo mecanicista y la pose mediática- que estaban por llegar. Tres canciones nada más. He ahí la correspondencia a semejante desplante, con no más que tres palabras: ¡Qué (deprimente) desilusión!
Ya no podían posar para mí, debe ser que se han cansado de artistas favoritos y les incomoda la presencia de aquellos que sólo queremos devolver al público -o al consumidor, en función de la óptica que se adopte-, la pasión con la que debiéramos estar todos cumpliendo nuestras funciones. Resultó más que indignantemente Sorprendente que cientos y miles de asistentes pudiesen realizar sus inútiles e ilegibles imágenes captadas con sus smartpollas, sus cámaras compactas o, incluso, sus cámaras bridge y réflex, allende la barrera de seguridad, pero que, contra todo sentido común, la prensa especializada nos tuviésemos que limitar al estipulado preacuerdo que no sé quién coños ha dictado ni por qué coños se lleva a cabo. ¿Quizá se trate de que somos, la prensa especializada, un verdadero incordio y no somos conscientes de ellos? ¿Quizá les reviente que tengamos un acceso privilegiado por el cual no solemos desembolsar la panoja? Sé que somos una presencia constante que puede incomodar con nuestra performatividad tipo “golpea al castor”, asomando, de cuando en cuando, nuestras cabezas para tratar de tomar esa muestra irrepetible que perpetuará el mágico momento expresivo en el que el músico derrocha toda su pasión, para ser captado por la voayeurista omnipresencia del fotógrafo y, así, deleitar al público que se siente especialmente afortunado por poder atestiguar la reminiscencia física del momento vivido. En esos momentos, sentía que todo el sentido que subyace a la elección de un modelo de vida que traspasa la linealidad y superficialidad de la elección de una somera estética social, moría a la sombra de una mentira, siendo así que la indignación se apoderaba de un enamorado de todo ese engranaje que, adueñándome de la filosofía de Zambrano, describiría como la razón de ser del pueblo español post-transitorio, esa Razón Poética que ahora me daba un golpetazo en la cara y me decía: pero, de qué vas. Quizá este corazón salvaje aún viva inmerso en una sobredosis de ideación de los sentimientos y razones filosóficas que vertebran una elección existencial -más aún cuando, en una de las dos descargas, asistíamos a la reverberación de lastrosas filosofías de la homogeneización existencial más estadounidense posible- . En resumidas cuentas, mi pasión chocaba con la mecanización y el automatismo de unos elementos visuales que me hacían replantearme aquello de si el rock’n’roll es un arte. Para mí siempre lo ha sido y lo seguirá siendo, pero, eso sí, vertido sobre aquellos que entienden esta elección vital como un mecanismo de dotación de sentido de nuestras existencias y no con aquellos eslóganes y estandartes con los que uno se lleva la ineludible sensación de estar frente a los baluartes, no de la transición, sino de la transacción polítca.
Vuelvo a repetir, quizá todo esto no se deba más que a la ingenuidad de un apasionado joven que sigue creyendo en el ente metafísico del existencialismo rockero-metalero, por encima de la denigrante, lapidaria e inamovible estructura mercantil que vertebra y dirige todo evento socio-cultural presente. No obstante, ser testigos manifiestos de la falta de compromiso -al menos de preocupación por quienes hacen que se hable de ellos aún y no les releguemos al olvido- de atención y de ignorancia o elusión del peso de su PODER, le hacen a uno sentir, irremisiblemente, que las estructuras burrocratizantes del mercantilismo y la mecanización, han empapado y ahogado el horizonte artístico, político y vital de este movimiento.
Con ello, no quiero caer en el demérito de las productoras, que, puesto que tanto La Pirámide como Odín Producciones, mostraron un más que respetable, satisfactorio y deleitoso trato hacia mi persona y labor. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme, ¿de dónde vienen esos mandatos? ¿Por qué estas absurdas reglas, que puedo comprenderlas en un festival donde toquen veinte bandas en un día o, peor aún, en un concierto promocional de inmundos productos mercantiles del pop? ¿Qué separa, entonces, la descarga presentada por Burning y Rosendo de un concierto de Bisbal o Paquirrín? ¿Las consignas? ¿La entrega de un público cuyos pabellones auditivos y, en consonancia poética, corazones, se rellenan con el esperado eslogan de turno? ¿En qué momento, realmente, podemos concebir que estos artistas se sientan agradecidos? Me cuesta mucho creer en ciertos cambios radicales. Releyendo a Marcel Duchamp, en sus conversaciones con Pierre Cabanne, le reconocía a este último: «…Es que uno cambia; lo acepta todo aunque se lo siga tomando a broma. No hay que creérselo demasiado. Se acepta para agradar a los demás más que a uno mismo…». Recordad, amigos, que el destello de una estrella no es sino la marca física que deja tras de sí un planeta o un astro muerto. Cabe ahora preguntarse a esos “demás”, a nosotros como receptores y, por desgracia, parece que únicos depositarios del sentido metafísico de este movimiento. En la retroalimentación de esta galaxia del rock, me pregunto, ¿no ha llegado ya el día de ejecutar el legado nietzscheano de anunciar el crepúsculo de los ídolos? Yo, al menos, ya me siento huérfano a causa de mi propia ingenuidad.
TEXTO Y REPORTAJE GRÁFICO: DANI ÁLAMO