Ramoncín ansiaba hacer un viaje introspectivo a sus comienzos como artista, evocando ese periplo emocionante, y a veces aciago, que tiene que solventar todo aquel que entrega su alma al arte. Un camino arduo, una travesía en el desierto personal, que a veces cuesta heridas y emociones intensas. Y ese deseo se hizo realidad el pasado sábado 20 de Octubre, donde volvió a sus orígenes, al año 1978, y al Teatro Barceló, lugar que fue testigo del comienzo de su carrera con apenas 22 años y un puñado de sueños en el bolsillo. Fue una época dura, un tiempo de eclosión artística y de apasionada rebeldía. El despertar de entre las tinieblas de la opresión, que proveyó de razón y pasión, a un sinnúmero de creadores dispuestos a facilitarnos el camino de la transición gracias a sus canciones, a sus fotografías, a esos maravillosos fancines que se editaban de manera auto gestionada, y que fueron conformando una cultura urbana cargada de sentimientos a flor de piel. Ramoncín se convirtió –quizá sin pretenderlo- en la punta del iceberg de ese movimiento que se consolidaba sobre todo en Madrid. Su primer disco con los WC ya rompió los esquemas reinantes, y devolvió a la gente, y a las calles, el protagonismo arrebatado por las élites oficialistas. Cuarenta años han pasado y Ramón se mantiene en pie, incólume, mirando más allá de la línea del horizonte, aún ilusionado, como aquella noche del 78. Un artista que no pierde nunca su ilusión, es un artista eterno. Y él, más que nadie sabe lo que es nadar contra corriente mientras te arrojan piedras. La cabeza alta, el orgullo intacto, y el talento por encima de la imbecilidad y la ignominia. Así es este hombre. Mucho que admirar, y mucho que disfrutar, sentir, gozar; porque mantiene el músculo del corazón bien entrenado y sabe emocionar.
Por tanto, la noche era en si misma una celebración en toda regla; no solo para Ramón, sino para todos aquellos seguidores que quisieron estar junto él en una cita tan señalada, y que fueron parte activa de una jornada histórica. Una sala a reventar, y el ánimo en pie, fue lo que se encontró Ramón cuando pisó el escenario. Con los primeros acordes de “Marica De Terciopelo”, el público pareció entrar en una suerte de delirio colectivo que lo acompañaría a lo largo de todo el show. Nunca deja indiferente a nadie, porque si algo sabe Ramoncín es transmitir emociones, establecer una conexión real y verídica con sus fans, entrar en una comunión mágica para sentir el latido en común. Y porque no, rememorar viejos tiempos pasados. Cuarenta años que todos nosotros hemos vivido con el rock a las espaldas, con la lucha por una vida donde la verdad sea una garantía, donde el arte sea el hilo conductor de la existencia. Es de justicia destacar el trabajo de la gran banda que lo arropa; una banda que suena compacta, bien engrasada, y que mantiene la intensidad en todo momento. Así es que Ramón se dedicó a ser feliz entre su gente, a desgranar uno a uno todos los éxitos que le hacen tan grande, a saltar al foso para cantar entre el público, para sentir el calor y el afecto de la gente, para estar en su mismo nivel, a pie de calle.
En realidad, quizá nos existan las palabras que puedan expresar lo que se vivió. Quizá las haya. Pero de lo que si estoy seguro es que nadie olvidará lo vivido. Ramón J. Márquez, más conocido como Ramoncín, siempre estará donde tiene que estar, en el lugar que les corresponde; un lugar que pese a quien le pese, se ha ganado a pulso. Y nosotros, en nuestro lugar, sintiendo sus canciones como el relato de nuestras propias vidas, de nuestras propias vivencias, del amor, el sexo, la violencia, las calles de madrugada… todo ese universo errabundo donde somos felices.
CHEMA GRANADOS