ESPACIO DE DEBATE
¿SE HA EXTINGUIDO LA AFICIÓN AL ROCK?
Hay un debate encendido entre los que se apasionan con el rock desde hace décadas: hay muy poca afición al rock en este país. Las opiniones son variadas y divergentes, incluso contradictorias. Quizá, deberíamos realizar un estudio sociológico detallado y congruente para encontrar una respuesta meridianamente esclarecedora, pero en cualquier caso, es complicada, porque seguramente, cada persona tiene una percepción distinta de la situación. Personalmente, yo solo puedo opinar desde mi experiencia acumulada, que abarca casi treinta años de recorrido, y las impresiones que surgen después de exprimir conveniente esta experiencia. En primer lugar, me gustaría destacar que el rock nunca ha sido nuestra cultura, por tanto, es un punto de partida objetivo. Los ancestros del rock se remontan a las plantaciones de algodón de Luisiana y el nacimiento del blues, que con paso del tiempo y de la evolución, dio origen al rock tal y como lo entendemos. En aquellos tiempos, en nuestro país existía otro tipo de música instalada en la cultura cotidiana de nuestra sociedad. El rock ha sido metabolizado como algo propio por la sociedad norteamericana, que se extendió por todos los estratos de la sociedad. Nosotros exportamos definitivamente el rock con la apertura democrática, y tratamos de amoldarlo a nuestras vidas de la mejor manera posible. De los pasodobles, las rumbas y el flamenco imperante, pasamos a los ritmos endiablados de Elvis Presley que nos llegaban del otro lado del Atlántico. Más tarde llegaron Los Beatles, y poco a poco, muchos músicos adoptaron aquellos ritmos como forma de expresión. La incursión fue tímida y limitada al principio, en parte por inexperiencia, y en parte, por las trabas administrativas de un régimen político-social férreo y hermético, que extorsionaron su avance.
De nada sirvieron estas objeciones, ya que el paso del tiempo, y de los acontecimientos que sobrevinieron con la caída de la dictadura, propiciaron una ávida explosión de composiciones con el rock como nexo de unión. Se exportaban discos de las grandes bandas del momento, sobre todo en tiendas de discos especializadas, y sobre todo, se comenzó a abrazar una especie de ideología de vida que iba ligada al rock, y que la juventud devoró con ansias por encontrar nuevos sonidos que les identificasen en los momentos del cambio. El rock, se convirtió la banda sonora de la transición democrática. En esto son unánimes los historiadores, y el recuerdo colectivo. Se convirtió en un icono de libertad, de desarrollo cultural y de progreso. Toda una generación de jóvenes se aficionó al rock, como una forma de descubrir en su interior una suerte de rebeldía controlada, que fue evolucionando hasta convertirse en una forma de vida. Aquellos jóvenes tenían dieciocho años, y pudieron votar por primera vez en su vida. Pudieron encontrar felicidad y desarrollo en una música, que por primera vez, les mostraba otro camino más allá de la España rudimentaria y casposa. Se vivió un sueño colectivo, en el que la calle adquiría una nueva dimensión, en el que la música, unía conciencias y sentimientos. Asistimos al florecimiento de un nuevo orden de vida, donde se mezclaban el espíritu del hippismo, la fuerza contestaría del rock más contundente, y ese ansia por respirar autentica vida, frente al inmovilismo y la mediocridad de una incipiente democracia. Todos los recuerdos de aquella época, -que tampoco llegó a ser tan idílica como algunos la dibujan, ni tan nociva como la definían desde los estamentos de la cultura oficialista-, son recuerdos intensos, de afición militante. Verdadera afición apasionada, verdadero interés por empaparse hasta el tuétano de todo lo que sonaba, de todo lo que se gestaba en los conciertos, en las publicaciones de las revistas especializadas –por entonces, Popular 1 o Vibraciones- o los fancines que se publicaban en los barrios.
Con el paso del tiempo, muchos aquellos jóvenes fueron creciendo, fueron integrándose en un sociedad cargada de estereotipos y normas inflexibles. Fueron al servicio militar, se casaron, tuvieron hijos, hipoteca, y un trabajo estable que les proporcionaba una estabilidad social. Muchos de aquellos aficionados se desprendieron de su pasado, pensando que el tiempo de la rebeldía y el rock era solo, una anécdota de un periodo de su vida. Identificaron el rock con una parte de la historia, con una parte de su existencia, que con la madurez, quedó anclada en su memoria. Otros, sin embargo, siguieron fieles a aquellos sonidos y nunca los abandonaron. Cometieron el error de pensar que era una cultura provisional y transitoria, quizá, porque no supieron encontrar la esencia. Y perdieron esa afición, para convertirla en un recuerdo. Se perdió la fidelidad, y se embarcaron a degustar la experiencia musical que le ofrecían los estamentos oficiales, las grandes discográficas, que se dedicaron a manipular los sentimientos de la juventud, creando modas absurdas, edulcorando sus gustos musicales con productos de fácil consumo. Para los analistas sociales, el rock, fue solamente un movimiento coyuntural que se extinguió con el paso del tiempo y del progreso democrático. No entendieron nada, obviamente. Debido a esto, los grandes medios de comunicación, absorbidos por esa ansia por ofrecerle a la mayoría productos pensados la mayoría, aceptados por el imperativo de lo políticamente correcto, dieron la espalda a un movimiento, que sin duda, fue un dios con los pies de barro.
En la actualidad, los jóvenes y no tan jóvenes, que componen el potencial público al que el rock puede dirigirse, se han desarrollado con una suerte de tecnología que les ha ofrecido unas herramientas de exploración y conocimiento antes insospechadas. Internet, las descargas streaming, y una promoción mucha más agresiva de los productos, han creado un aficionado a la música muy diversificado, con gustos musicales muy dispares. Ya no pertenecen a una tribu urbana delimitada, sino que escuchan canciones de diversos estilos, lo que polariza su compromiso con las tendencias y los músicos que las componen. Ya no son militantes acendrados, y se mueven en muchas aguas diferentes. Esto que significa ¿Qué tienen más cultura musical? O simplemente, ¿Qué se han convertido en consumistas de música sin ideología ni contenido? Hay muchas respuestas posibles, tantas como colores. Por mi parte, y con la experiencia acumulada durante estos años de camino, creo que nunca antes ha habido en este país una industria del rock tan estabilizada, aunque endeble, como en nuestro tiempo. Nunca antes ha habido tantos conciertos de rock, ni tantos festivales, ni tantas bandas funcionando. Esta saturación producen en el aficionado cansancio y desconcierto, amén de las trabas económicas inherentes a la vigente situación social. Quizá, los músicos del estado tengan que competir en desigualdad de condiciones con las bandas extranjeras que ofrecen shows en nuestro país. Quizá, el inmovilismo de los entes sociales y de comunicación, apuesten por la apatía. En cualquier caso, hemos seguido evolucionando desde las barricadas, hemos seguido creando canciones que han fortalecido nuestro espíritu combativo, y el rock se ha mantenido vivo y perdurable. Esto es afición. Quizá no la suficiente para nutrir a todo el grueso de bandas y músicos que luchan por sobrevivir, pero en un entorno de tanta competencia, sea lo que sea, siempre es difícil salir adelante. Lo que sí está claro, es que se ha banalizado mucho el arte del rock, y ya nada ni nadie sorprende de la misma manera, todo se ha profesionalizado mucho más, perdiendo la frescura y la esencia de otros tiempos, y los aficionados se han vuelto dispersos e incapaces de ser atrapados debido al agotamiento contumaz. ¿Hacia dónde vamos? Ojalá tuviera la respuesta a esta cábala. El paso del tiempo es demoledor y transformador. Modela nuestras necesidades en virtud de nuestras experiencias, y de nuestras expectativas. Lo que yo personalmente tengo muy claro, es que no se puede perder esa vitalidad y esa ilusión, que solo el rock sabe potenciar convenientemente.
CHEMA GRANADOS